Comentario sobre DyC 93

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Encuentre comentarios útiles sobre los versículos que aparecen a continuación para comprender mejor el mensaje de esta revelación.

1-5

Casey Paul Griffiths (académico SUD)

 

Este breve conjunto de versículos, particularmente el versículo 1, es una de las descripciones más completas, pero sencillas, del evangelio de Jesucristo. Antes de ese tiempo, el Salvador ya había hecho varias promesas a líderes prominentes de la Iglesia de que podrían ver su rostro (véase DyC 50:45; 67:10, 14; 76:116–118; 88:68), pero en el versículo 1 se hace una promesa a “toda alma” que sigue estos cinco pasos sencillos y lógicamente progresivos para entrar en la presencia del Salvador. Estas promesas pueden aplicarse no solo después de nuestra muerte y resurrección, sino también en esta vida y la promesa de conocer verdaderamente a Cristo mediante la recepción del Segundo Consolador (DyC 88:3–4; 68:12)[1].

 

Los cinco pasos que se dan en el versículo 1 son simplemente para: (1) abandonar sus pecados, (2) venir a Jesucristo, (3) invocar el nombre de Jesucristo, (4) obedecer la voz de Cristo, y (5) guardar los mandamientos. Esta sencilla secuencia les da a todos los hombres y mujeres las instrucciones sencillas que necesitan para entrar a la presencia de Dios. El Salvador también explica dos ventajas que todo hombre y mujer que busca este camino ya posee para ayudarlos en el camino. Primero, tenemos la “luz verdadera”, o la luz de Cristo, que da un sentido intrínseco de lo bueno y lo malo a toda persona nacida en este mundo (Moroni 7:16; DyC 84:46–54; 88:5–13). En segundo lugar, tenemos el ejemplo de Jesucristo, quien ganó un cuerpo de carne, recibió la plenitud del Padre y demostró las obras del Padre (2 Nefi 31:7). Estos dos guías, la luz de Cristo dentro de nosotros y el ejemplo de la vida de Jesucristo, preparan nuestro camino hacia la vida eterna.

 

[1] Stephen E. Robinson y H. Dean Garrett, A Commentary on the Doctrine and Covenants, 2005, 3:173–174.

(El minuto de Doctrina y Convenios)

6-11

Casey Paul Griffiths (académico SUD)

 

Debido a las similitudes entre el primer capítulo del evangelio de Juan y el inicio de Doctrina y Convenios 93, es fácil asumir que el registro al que se refiere el versículo 6 es el evangelio escrito por Juan. Sin embargo, una examinación detallada del texto demuestra que el registro al que hace referencia aquí es un registro de Juan el Bautista (véase el versículo 15). Varios comentaristas de las escrituras Santos de los Últimos Días, incluyendo a Orson Pratt, John Taylor, Sidney B. Sperry y Bruce R. McConkie, han interpretado este versículo de la misma manera[1]. Bruce R. McConkie insta a sus lectores a comparar cuidadosamente estos versículos con Mateo 3:16–17 para identificar al autor de este pasaje.

 

Identificar a Juan el Bautista como el autor de este pasaje se relaciona bien con el tributo que le hizo el Salvador: “[E]ntre los que nacen de mujer no se ha levantado otro mayor que Juan el Bautista” (Mateo 11:11). Lo que hizo verdaderamente grande a Juan el Bautista fue su función como testador de Jesucristo. En las palabras de Juan el Bautista registradas en Doctrina y Convenios 93 y en sus palabras registradas en el Nuevo Testamento, Juan fue ante todo un testigo de Jesucristo. A Juan se le dio el honor singular de realizar el bautismo del Salvador del mundo. Pero a Juan nunca le importó iluminarse a sí mismo. En cambio, sabiamente señaló la verdadera fuente de luz, el Mesías (DyC 93:9). A sus propios seguidores, Juan testificó: “Yo no soy el Cristo, sino que he sido enviado… Es necesario que él crezca, y que yo mengüe” (Juan 3:28–30). Estos actos desinteresados de devoción a Jesucristo y su testimonio inquebrantable de Jesucristo hasta el día de su martirio distinguen a Juan el Bautista como uno de los profetas más grandes entre todos los profetas que jamás hayan vivido.

 

La obra de Juan como testigo de Jesucristo continúa en nuestro tiempo. Fue uno de los primeros ángeles en aparecer en esta dispensación para restaurar “la autoridad para bautizar por inmersión para la remisión de pecados”[2]. Esperamos con ansias el momento en que podamos recibir la plenitud del registro escrito por Juan el Bautista (DyC 93:18).

 

[1] Journal of Discourses,16:58; John Taylor, Mediation and Atonement,1950, 55; Sidney B. Sperry, Doctrine and Covenants Compendium,1960, 472–473; Bruce R. McConkie, Doctrinal New Testament Commentary,1973, 1:70–71.

[2] “La Restauración de la plenitud del evangelio de Jesucristo”, abril de 2020.

(El minuto de Doctrina y Convenios)

12-18

Casey Paul Griffiths (académico SUD)

 

Uno de los aspectos más frustrantes de los registros del ministerio terrenal del Salvador es que comparten relativamente poco al respecto. El tiempo del bautismo del Salvador a Su resurrección está registrado en detalle en los cuatros evangelios del Nuevo Testamento, pero hay poca información acerca de Su vida antes de ese tiempo. Mateo y Lucas proporcionan la mayor cantidad de información, sin embargo, incluso permanecen estrechamente obsesionados con la historia de María y José y el nacimiento del Salvador (Mateo 1–2, Lucas 1, 2:1–41). Lucas provee una breve idea de la niñez de Cristo al mencionar la historia de Jesús siendo encontrado en el templo sentado con un grupo de hombres sabios, quienes “le oían y le hacían preguntas” (TJS, Lucas 2:46). Luego Lucas resume el resto de la historia del Salvador al registrar simplemente que “Jesús crecía en sabiduría, y en estatura y en gracia para con Dios y los hombres” (Lucas 2:52).

 

Debido a que hace falta más conocimiento acerca de la vida temprana de Jesucristo, muchas leyendas han surgido sobre cómo era Él cuando era niño. Un himno cristiano apreciado habla de la noche de Su nacimiento, que dice: “Los bueyes bramaron y Él despertó, mas Cristo fue bueno y nunca lloró”[1]. En realidad, el Salvador probablemente lloró la noche en que nació. Si bien es imposible que no conozcamos de los detalles acerca de la juventud del Salvador, el registro de Juan el Bautista provee algún respaldo doctrinal de que el Salvador “no recibió de la plenitud al principio, sino que continuó de gracia en gracia” (DyC 93:12). La lección subyacente aquí es clara. El Salvador vino a la tierra y pasó el velo, perdiendo todo su conocimiento y poder que había tenido como Jehová, Dios del Antiguo Testamento. Pablo enseñó: “Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el que, siendo en forma de Dios, no tuvo como usurpación el ser igual a Dios. Sin embargo, se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres; y hallándose en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, y se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Filipenses 2:5-8).

 

Jesús nunca le pidió a ningún hombre o mujer que hiciera algo que Él no estuviera dispuesto a hacer. Debido a que todos los hombres y mujeres pierden la memoria de su estatura preterrenal cuando vienen a la tierra, Él también lo hizo. Lorenzo Snow enseñó:

 

Cuando Jesús yacía en el pesebre, un niño indefenso, no sabía que era el Hijo de Dios y que antes había creado la tierra. Cuando se emitió el edicto de Herodes, Él no sabía nada de eso; no tenía poder para salvarse a sí mismo; y su padre y su madre tuvieron que tomarlo y viajar a Egipto para preservarlo de los efectos de ese edicto. Bueno, creció hasta la edad adulta, y durante su progreso se le reveló quién era y con qué propósito estaba en el mundo. Se le dio a conocer la gloria y el poder que poseía antes de venir al mundo[2].

[1] “Jesús en pesebre”, Himno, no. 206.

[2] Lorenzo Snow, Conference Report, abril de 1901, 3.

(El minuto de Doctrina y Convenios)

19-20

Casey Paul Griffiths (académico SUD)

 

En estos breves versículos, el Salvador describe el propósito de la revelación: “[P]ara que comprendáis y sepáis cómo adorar, y sepáis qué adoráis” (DyC 93:19). Al abordar la primera parte de esta declaración, debemos preguntarnos en qué consiste realmente la adoración. Bruce R. McConkie enseñó: “La adoración perfecta es la emulación. Honramos a aquellos a quienes imitamos. La manera más perfecta de adorar es ser santo como Jehová es santo. Es ser puro como Cristo es puro. Es hacer las cosas que nos permitan llegar a ser como el Padre. El curso es de obediencia”[1]. En los servicios de adoración de la Iglesia, por ejemplo, pedimos a los jóvenes que preparen, bendigan y repartan la Santa Cena, acciones que Cristo mismo puso de manifiesto por primera vez. Estos simples actos de imitación, que se realizan solo unos minutos a la semana, tienen como objetivo ayudarnos a adorar a través de la imitación directa.

 

En relación con Su declaración de que Él quiere que sepamos qué adoramos, el Salvador comienza a describir a los hijos e hijas de Dios utilizando las palabras que Juan el Bautista usó para describirlo. Al enseñar que los hombres y las mujeres también deben recibir “gracia sobre gracia”, el Salvador está enseñando que la humanidad es una forma incipiente de la divinidad y que todos los hombres y mujeres tienen el potencial de llegar a ser como Dios. Sin embargo, esta enseñanza era contraria al pensamiento cristiano predominante de la época, según el cual Cristo era completamente humano y plenamente divino, una filosofía que la mayoría de los cristianos han seguido desde el Concilio de Calcedonia en el 451 d. C.[2].

 

A partir de aquí, los siguientes versículos (DyC 93:21-35) guían al lector a través de una secuencia de verdades que explican la verdadera naturaleza de todas las personas y su relación con Dios. El élder Tad R. Callister resumió estas verdades cuando enseñó: “La diferencia entre el hombre y Dios es significativa, pero es de grado, no de naturaleza. Es la diferencia entre una bellota y un roble, un capullo de rosa y una rosa, un hijo y un padre. En realidad, todo hombre es un dios potencial en forma embrionaria, en cumplimiento de esa ley eterna que lo semejante engendra lo semejante. . . ¿Por qué es tan importante tener una visión correcta de este destino divino de la piedad del que las Escrituras y otros testigos testifican tan claramente? Porque con una mayor visión viene una mayor motivación”[3].

 

[1] Bruce R. McConkie, The Promised Messiah, 1978, pág. 568.

[2] “Historical Introduction”, Revelation, 6 May 1833 [D&C 93], fn. 8, JSP.

[3] Tad R. Callister, “Our Identity and Our Destiny”, Education Week Devotional, August 14, 2012.

(El minuto de Doctrina y Convenios)

21-23

Casey Paul Griffiths (académico SUD)

 

Después de decirnos que también debemos recibir gracia sobre gracia, Jesús establece una segunda correspondencia, relacionada con nuestra existencia preterrenal, entre hombres y mujeres, el Salvador y el Padre. Jesús enseña que Él estaba al principio con el Padre y es el Primogénito. Una declaración de 1909 de la Primera Presidencia aclara la condición de Jesús como el Primogénito, enseñando: “Jesús es el Primogénito entre todos los hijos de Dios, el primero nacido en el espíritu y el Unigénito en la carne. Él es nuestro hermano mayor, y al igual que Él, nosotros somos a imagen de Dios”[1]. La condición de Jesús como “el primogénito de toda creación” también fue enseñada por Pablo en su carta a los Colosenses (Colosenses 1:15).

 

Sin embargo, Jesús afirma no solo que Él estaba al principio con Dios, sino también que nosotros estábamos al principio con Dios. Este es el primer lugar de Doctrina y Convenios en el que el Señor enseña claramente sobre la existencia preterrenal de hombres y las mujeres. En una revelación anterior dada a José Smith durante su traducción del libro de Génesis, el Señor declaró: “Yo soy Dios; yo hice el mundo y a los hombres antes que existiesen en la carne” (Moisés 6:51). Pero al afirmar que todas las personas también estaban al principio con Dios, el Salvador se refiere a las características eternas aún no creadas de todos los hombres y mujeres. Contrariamente a las percepciones cristianas de la época, que generalmente enseñaban que los seres humanos fueron creados ex nihilo, o de la nada, hay una parte eterna e imperecedera de cada persona. Esta es la segunda gran contribución doctrinal de la revelación: la diferencia entre hombres, mujeres y Dios es de grado, no de naturaleza. Es la diferencia entre un majestuoso roble y una bellota.

 

[1] James R. Clark, Messages of the First Presidency, 1965–1975, 4:203.

(El minuto de Doctrina y Convenios)

24-28

Casey Paul Griffiths (académico SUD)

 

En las horas previas a su muerte en la cruz, Poncio Pilato le preguntó a Jesús: “¿Qué es la verdad?” (Juan 18:38). El evangelio de Juan no registra una respuesta del Salvador, pero la respuesta se encuentra en esta revelación. El Salvador declara: “[L]a verdad es el conocimiento de las cosas como son, como eran y como han de ser” (DyC 93:24). En nuestra época hay muchos que sugieren que toda verdad es relativa, sujeta a las percepciones de la persona que la está viendo. En contraste con esta idea, el versículo 24 enseña que hay una verdad objetiva de las cosas tal como son, fueron y serán. Si bien a veces nos preocupamos por la cuestión de lo que vendrá, las cuestiones de cómo eran las cosas en el pasado y cómo son en el presente también son importantes. A veces la tarea más difícil no es conocer el pasado o el futuro sino conocer la realidad de lo que es la verdad en el presente.

 

El élder Dieter F. Uchtdorf citó una vez el poema de John Godrey Saxe “Los ciegos y el elefante” para ilustrar el peligro de tratar la verdad de manera incorrecta. El poema comienza:

 

Seis eran los hombres de
Indostán, tan dispuestos a aprender,
que al elefante fueron a ver
(aunque todos ellos eran ciegos),
pensando que mediante la observación
su mente podrían satisfacer.

El élder Uchtdorf agregó:

 

En el poema, cada uno de los seis viajeros palpa una parte diferente del elefante y prosigue a describir a los demás lo que ha descubierto. Uno de los hombres encuentra la pata del animal y lo describe como redondo y áspero como un árbol; otro palpa el colmillo y describe el elefante como una lanza; el tercero agarra la cola e insiste que un elefante es como una cuerda; el cuarto descubre la trompa e insiste que el elefante es como una gran serpiente. Cada uno está describiendo una verdad. Y debido a que esa verdad proviene de la experiencia personal, cada uno insiste que sabe de lo que habla.

El poema concluye así:

 

Y así estos hombres de Indostán
discutieron largo y tendido,
cada uno aferrados a su propia opinión
firme y excesivamente inflexible,
aunque cada uno de ellos en parte tenía razón,
pero también todos estaban equivocados[1].

Al igual que con los ciegos del poema, cometemos un error cuando asumimos que conocemos toda la verdad objetiva; en realidad, es posible que solo sepamos una parte de ella. Sin embargo, el Padre y el Hijo ven y contemplan toda la verdad, que existe objetivamente ante Sus ojos. Debemos confiar en que ellos ven el panorama completo y nos guían para que podamos saber cuál es la verdad en relación con el pasado, presente y futuro.

 

[1] Dieter F. Uchtdorf, “¿Qué es la verdad?”, Devocional del SEI, 13 de enero de 2013.

(El minuto de Doctrina y Convenios)

29-32

Casey Paul Griffiths (académico SUD)

 

En Doctrina y Convenios 93:30-32, el Salvador explica cómo los hombres y las mujeres pueden ser coeternos con Dios y seguir siendo Sus hijos. El elemento eterno del hombre se etiqueta aquí como “inteligencia”. Esta revelación establece dos cosas sobre la naturaleza de la inteligencia. Primero, no puede ser creada ni ser hecha (DyC 93:29). En segundo lugar, la inteligencia es libre de actuar en la esfera en la que Dios la ha colocado, o dicho de manera más simple, toda inteligencia tiene albedrío (DyC 93:30). Más allá de estas dos cosas, es poco lo que sabemos sobre la inteligencia. Joseph Fielding Smith advirtió sobre los peligros de llevar nuestro conocimiento limitado sobre este tema demasiado lejos: “Algunos de nuestros escritores han procurado explicar lo que es una inteligencia, pero hacerlo es en vano, porque nunca se nos ha dado conocimiento sobre este asunto más allá de lo que el Señor ha revelado en forma fragmentada. Sabemos, sin embargo, que existe algo llamado inteligencia que siempre ha existido. Es la verdadera parte eterna del hombre, y que no fue creada ni hecha. Esa inteligencia, combinada con el espíritu, constituye una identidad espiritual, o una persona” [1].

 

Esta revelación sobre la naturaleza eterna de la inteligencia y el albedrío tiene amplias consecuencias filosóficas. Consideremos, por ejemplo, el problema del mal. Aquellos que cuestionan la existencia de Dios suelen utilizar la existencia del mal y el sufrimiento en el mundo como prueba de que no hay un supervisor del universo. Cuando las personas de fe señalan que los hombres y las mujeres tienen albedrío y a veces lo utilizan de forma imprudente, lo que conduce al mal, quienes cuestionan podrían responder: “¿Por qué Dios hizo a los hombres y a las mujeres el tipo de seres que pueden hacer cosas malas?”.

 

Doctrina y Convenios 93 presenta la respuesta a esta pregunta sobre la capacidad de hombres y mujeres para realizar actos de maldad. Hay una parte de los hombres y las mujeres, aquí llamada inteligencia, que Dios no creó. La inteligencia siempre ha existido y siempre ha tenido albedrío. Por tanto, hombres y mujeres son responsables de sus propias decisiones y siempre lo han sido. Esto aborda no solo el problema del mal, sino también la naturaleza del libre albedrío y el predeterminismo. Truman G. Madsen, profesor de filosofía, expresó el tema de esta manera: “P. Si el hombre es totalmente la creación de Dios, ¿cómo puede ser algo o hacer algo que no fue divinamente predispuesto a hacer? R. El hombre no es totalmente creación de Dios. La inteligencia no se creó ni se hizo, y tampoco puede serlo… He aquí, esto constituye el albedrío del hombre’” [2].

 

La parte de inteligencia de nuestro ser que no fue creada por Dios no disminuye nuestra relación con Él. Dios tomó inteligencia, la dotó de un cuerpo de espíritu y luego dispuso el progreso eterno de aquellos que lo siguen. En este sentido, la relación entre Dios, Sus hijos y Sus hijas refleja fielmente la relación entre padres e hijos terrenales. Los padres no aman menos a sus hijos porque sepan que existían antes de que llegaran a su hogar. Conocer la naturaleza eterna de cada hijo hace que nuestra conexión con nuestro Padre Celestial sea aún más profunda.

 

[1] Joseph Fielding Smith, The Progress of Man, 1964, pág. 11.

[2] Truman G. Madsen, Joseph Smith the Prophet, 1989, 140–141. Véase también David L. Paulsen, “Joseph Smith and the Problem of Evil”, foro de BYU, 21 de septiembre de 1999.

(El minuto de Doctrina y Convenios)

33-35

Casey Paul Griffiths (académico SUD)

 

El profeta José Smith enseñó: “Cualquier cosa creada no puede ser eterna. El aire, la tierra, el agua, todo esto tuvo su existencia en un estado elemental desde la eternidad”[1]. Más tarde enseñaría que “No hay tal cosa como materia inmaterial. Todo espíritu es materia, pero es más refinado o puro, y solo los ojos más puros pueden discernirlo. No podemos verlo, pero cuando nuestros cuerpos estén purificados, veremos que todo es materia” [2].

 

Afirmar que el espíritu y la materia son formas de la misma cosa, y que ambos son eternos, era contrario a la teología popular de la época. Históricamente, la mayoría de las religiones cristianas enseñaban que Dios creó todas las cosas ex nihilo, o de la nada, y que solo las cosas espirituales son de naturaleza eterna; pensaban que todas las cosas físicas son solo transitorias. Estas ideas, arraigadas en la filosofía griega, establecen el mundo físico como una prisión en la que los espíritus están atrapados [3]. En contraste con este punto de vista, las revelaciones dadas en Doctrina y Convenios establecen que tanto el espíritu como la materia son eternos. Las personas obtienen una plenitud de gozo cuando estos dos elementos se unen y encuentran su forma verdadera y eterna. En contraste con el principio de que Dios es un Ser sin partes corporales ni pasiones, sabemos que Dios vive en un cuerpo físico. Todas las personas son creadas a Su imagen y tienen el potencial de llegar a ser verdaderamente como Él si solo eligen seguir Su plan.

 

[1] Discourse, circa 26 June and circa 4 August 1839–A, según lo informado por William Clayton, pág. 13, JSP.

[2] Véase DyC 131:7–8. Discourse, 17 de mayo de 1843 – B, según lo informado por William Clayton, pág. 18, JSP, puntuación actualizada.

[3] Stephen E. Robinson y H. Dean Garrett, Comentario sobre Doctrina y Convenios, 2005, 3:173–174.

(El minuto de Doctrina y Convenios)

36-37

Casey Paul Griffiths (académico SUD)

 

En las revelaciones dadas a José Smith, los términos como inteligencia, luz, verdad, espíritu y gloria a menudo se usan indistintamente. La frase “la gloria de Dios es la inteligencia” se usa a menudo para resaltar la importancia del aprendizaje. Aunque la educación es importante en esta vida, algunos tipos de conocimiento son más útiles que otros. John A. Widtsoe sugirió que el significado evangélico de la inteligencia es más profundo que la simple adquisición de hechos. Él enseñó: “El hombre inteligente es aquel que busca el conocimiento y lo utiliza de acuerdo con el plan del Señor para el bien humano… Cuando los hombres sigan la luz, sus conocimientos siempre serán utilizados también. La inteligencia, entonces, se convierte en otro nombre para la sabiduría. En el lenguaje de las matemáticas podemos decir que el conocimiento, más el uso adecuado del conocimiento, equivale a inteligencia o sabiduría. En este sentido, la inteligencia se convierte en el objetivo de una vida exitosa” [1].

 

[1] John A. Widtsoe, Conference Report, abril de 1938, pág. 50.

(El minuto de Doctrina y Convenios)

38-40

Casey Paul Griffiths (académico SUD)

 

Estos versículos responden a una pregunta filosófica más importante: ¿son los hombres y las mujeres buenos o malos por naturaleza? La revelación declara que todas las personas son inocentes al momento de su nacimiento y no tienen predisposición hacia el mal. Las decisiones que toman las personas hacen que sean movidos hacia el bien o el mal, pero cada persona inicia la vida con un nuevo comienzo. Cualesquiera que sean los pecados o transgresiones que las personas hayan cometido durante la vida preterrenal, tendrán un nuevo comienzo con una vida de nuevas posibilidades que se les presentarán cuando vengan a la tierra. El Señor reconoce que algunos nacen en entornos mejores y otros en peores entornos. Las tradiciones de sus padres a veces pueden desdibujar el sentido de moralidad dado a las personas a través de la luz de Cristo. Sin embargo, la configuración predeterminada para la mortalidad es la inocencia. Los hombres y las mujeres no son intrínsecamente malos, pero a veces el inicuo los induce a tomar malas decisiones, y estas decisiones pueden hacer que posteriormente pierdan la luz y la verdad que es su derecho de nacimiento.

 

Truman G. Madsen lo expresa de esta manera: “¿Cómo puede el hombre ser una creación divina y, sin embargo, ser ‘totalmente depravado’? R. El hombre no es totalmente depravado. ‘Todos los espíritus de los hombres fueron inocentes en el principio; y habiéndolo redimido Dios de la caída, el hombre llegó a quedar de nuevo en su estado de infancia, inocente delante de Dios’”[1] Esta verdad no niega la presencia de un mal genuino en el mundo, pero dice que el mal no es natural. El mal viene cuando el albedrío de una persona se distorsiona para obrar en contra del bien y la voluntad de Dios.

 

[1] Truman G. Madsen, Joseph Smith the Prophet,1989, 140–141.

(El minuto de Doctrina y Convenios)

41-53

Casey Paul Griffiths (académico SUD)

 

Los últimos versículos de la revelación pueden parecer una desviación de las profundas declaraciones doctrinales de la revelación, pero están vinculados temáticamente. Las verdades que se enseñan en esta sección informan a los santos de la naturaleza sagrada de todas las personas. En esta última parte de la revelación, los miembros de la Primera Presidencia y el obispo Whitney son reprendidos por no concentrarse en sus familias. Como enseñaría un profeta de la Iglesia posterior: “Ningún éxito en la vida compensa el fracaso en el hogar”[1].En la medida de la eternidad, el papel que desempeñamos en nuestros hogares es más importante que los llamamientos que tenemos en la Iglesia, incluso el llamamiento de ser un profeta.

 

De todos los grandes roles y poderes de Dios que se discuten en las revelaciones, el rol más importante que Él tiene es el de nutrir y ayudar a Sus hijos en su camino hacia la vida eterna. La paternidad es un elemento inseparable de cómo los Santos de los Últimos Días conciben, piensan y conceptualizan la naturaleza de Dios. El presidente Dallin H. Oaks enseñó: “Nuestra teología empieza con padres eternos. Nuestra mayor aspiración es llegar a ser como ellos. En el plan misericordioso del Padre, todo esto se hace posible mediante la expiación del Unigénito del Padre, nuestro Señor y Salvador, Jesucristo. Los padres terrenales participamos en el plan del evangelio al proveer cuerpos mortales para los hijos espirituales de Dios. La plenitud de la salvación eterna es una meta que concierne a toda la familia”[2]. Si bien no todos serán padres en esta vida, nutrir y ayudar a otras personas a mejorar nos ayuda significativamente a comprender a Dios y llegar a ser como Él. Estamos aprendiendo la naturaleza de la divinidad cuando actuamos como padres, madres, maestros o mentores de otra persona.

 

[1] David O. McKay, citado de JE McCulloch, Home: The Savior of Civilization, 1924, 42; en Conference Report, abril de 1935, pág.116.

[2] Dallin H. Oaks, “La Apostasía Y La Restauración”, Conferencia General de abril de 1995.

(El minuto de Doctrina y Convenios)